miércoles, 28 de junio de 2017

ESCUCHAR, VIVIR, MORIR.

No debe resultar tan difícil comprender que cuando una persona cuenta cualquier cuestión que a él le produce malestar, tristeza,  dolor... lo hace por dos cosas: 
  • Porque tiene necesidad de hablar con alguien, de expresar aquello que le está preocupando, cuando no devorando por dentro.
  • Porque la persona destinataria de ese lamento, queja, desahogo alguien especial, en una u otra forma,  para aquel que necesita ese desahogo.
Sin embargo, existe un cierto tipo de receptor que insiste en quitar importancia a todo aquello que otra persona, afligida por lo cualquier circunstancia, le narra. Frases como: "Eso es normal". "No te vas a morir por eso". "Te quejas por todo"... Suelen constituir la respuesta normal, con cierta frecuencia, ante la expresión de angustia de otra persona. 
Existe la otra vertiente del asunto: las personas que parecen querer implicarse tanto en las cuestiones de los demás, que un observador externo puede tener la impresión de que el trauma lo han sufrido ello, en vez de la persona que narra su experiencia y sus sentimientos. En esta tropa se pueden identificar un revolutum donde conviven en perfecta armonía cotillas patológicos y gente salvadora de almas ajenas, dispuesta a dar consejos sobre el camino correcto, que, en el fondo, son personas más vacías que el depósito de un coche tras un viaje de mil kilómetros sin repostar. 
Creo que Aristóteles situó en el punto medio la virtud (una estupidez muy vistosa), que en este caso puede ser de perfecta aplicación. Se trata del punto medio porque basta con un poquito de empatía para que la otra persona se lleve la impresión de que su penar interesa a alguien. Se trata del punto medio porque sólo se trata de escucha activa. De devolver a quien lo necesita la sensación de que su situación le interesa a alguien. Unas palabras de consuelo; decir: "Debes estar pasándolo muy mal"...
En realidad, quien cuenta sus problemas no espera que quien les escucha arregle su vida. Sólo busca sentirse comprendido, apoyado y/o de que no se encuentra en la más absoluta soledad. No espera soluciones a lo que le ocurre, porque en ese momento lo que debe hacer es asimilar lo ocurrido, para, de manera posterior, elaborarlo, abordándolo de una manera eficaz y correcta, bien con ayuda, bien por sus propios medios. Pero, en ese momento de la queja, lo que el individuo necesita (lo que todos necesitamos o hemos necesitado) se puede resumir en sentirse escuchado, querido. Tal vez por ello no entiendo que cuando se dirige a otra persona para manifestar su estado en ese momento, se le conmine a olvidarlo, a minimizarlo, a callar. 



Creo que todos tenemos la necesidad de sentirnos queridos, amados, respetados en nuestro entorno. Todo tenemos la necesidad de sentirnos importantes para otras personas y/o por nuestras acciones. Tal vez, lo que difiera entre unos y otros sea la cantidad de personas que necesitemos para sentirnos queridos, amados y, en mayor medida, respetados. Existen gente que necesita un pequeño círculo, el indispensable para tener cubiertas sus necesidad de cariño, afecto, reconomiento, mientras que otra necesitan poseer un amplio círculo de gente a su alrededor que, de una u otra manera, proporcione esos necesidades afectivas.
Considero que se habla poco de este asunto en una sociedad en la que los altavoces son unos medios copados por la visión economicista del sistema. En la que estar (acudir) resulta más importa que ser (vivir) y en la que tener (poseer) resulta más determinante que sentir (vivir). 
La necesidad de sentirse querido tiene un reverso: la necesidad de querer, de amar. Y es en este juego, la necesidad de sentirse y la necesidad de querer, amar, donde se establece buena parte de nuestra vida adulta. La alegría, la soledad, el amor, la frustración, el amanecer, la noche... Todo se mueve en ese invisible espacio que gira en torno a dar y recibir. 



Mientras la vida es un relativo, la muerte, no hay duda, constituye un absoluto. En nuestro período vital hemos ido cambiando, de manera más o menos consciente, para adaptarnos a las diferentes situaciones, que van desde tener hijos a experiencias horrendas vividas. Sin embargo, la muerte supone la inmovilidad, el vacío, la nada. No podemos hacer por adaptarnos a ella. Al menos no podemos hacer nada cuando morimos. Si podemos cambiar, de hecho lo hacemos, cuando vamos envejeciendo. La muerte pasa de ser un ente lejano, que parece nunca va a llegar, a un compañero de viaje cada vez más frecuente. Perdemos seres queridos. Personas que apreciamos también pierden seres queridos. Fallecen personas de nuestro entorno... En ese momento la muerte parece más real que unos años antes y, en ese mismo momento, o algo después, empiezamos a negociar con la idea de nuestra finitud. Nos sentimos, si cabe, más vulnerables, pero, a la vez, comprendemos que tenemos un tesoro llamado vida. Un tesoro que no lo hemos buscado, pero del que no queremos deshacernos, porque sabemos que no tendremos otro después (a no ser que creas en la reencarnación, pero te puede tocar tener un tesoro en forma de lombriz). En ese momento, sabes que tus seres queridos fallecidos vivirán siempre, en tu recuerdo, en el recuerdo que tú quieras formar de esas personas. Y es en ese momento, o un poco después, cuando sabes que vas a morir un día de estos, pero mientras eso ocurre, sólo debe preocuparte regar tu jardín para que florezca lo más bonito posible.

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